Marilyn Monroe y Clark Gable en Vidas Rebeldes, de John Huston (1961)
Los miro y veo el cartel de The Misfits que J tenía en su diminuto piso de Madrid. El mismo que casi inundé un caluroso día de verano de hace la friolera fecha de siete años. Siempre he necesitado cierto espacio de maniobra para aclarar a la perfección los ungüentos que dedico a mi cabellera. Recuerdo requetebién la cena de emperador a la plancha y vino tinto, ese calor galopante de Madrid nada más despertarme al día siguiente, como de secador en marcha, los muros que se rompieron con mi madre, su miedo guardián, mi entusiasmo enamorado. Y meses después, otra vez rodeando esquinas, las excursiones bajo la lluvia de otoño, la mejor película del mundo mundial en los Renoir, mi falda negra a la rodilla, sus eternas camisas de manga larga perpetuamente arremangadas... Su risa a tandas, cazarlo, divertido, rizándose las pestañas a escondidas.Vidas Rebeldes es la amarga historia sobre lo absurdo de la vida y del amor. El diálogo de Miller alcanza cúspides de monstruosa sagacidad. La escena con los caballos, cruel donde las haya, destila fatalidad y fracaso a partes iguales.
Toda la película es desesperanza:
¿Dejaste de pronto de amar a tu mujer?
En cuanto la pesqué en la cama con otro.
Nuestra película, la de ambos, se volatizó. Hirió durante un tiempo. Hoy ya no. Recapitular lo más hermoso de una historia zanjada es engorroso, cuesta, pero se logra. Eso sí, siempre que el dolor haya sido tolerable. Que sí. Por eso vuelvo a sonreír al mencionar aquellos días.
Y a todo esto C me esucha, me acurruca.
Y yo que le rozo con mimos de papallona y me dejo acurrucar.