Mirada al frente...
Son los matices los que diferencian una actitud de otra. Una persona sana, que se quiera, no necesita menospreciar a nadie para sentirse bien. El arrogante, sí. Arrastro, desde hace unos días, una evidente decepción. Y estoy mustia. He tenido que equivocarme, no una vez, sino muchas, para aprender a disculparme sin resentimientos ni reproches posteriores. Y no es sencillo. Asumir los errores viene precedido por un cierto desasoiego, la inquietud de sabernos malos hacedores en algo o hacia alguien. Después viene la tregua, hecho que tampoco nos exime del tropiezo, pero lo hace más liviano para, con el tiempo, conseguir que éste incluso languidezca y llegue a esfumarse.
Me siento defraudada, un bamboleo entre pena y chasco. Para no mosquearme más de lo necesario, pienso que los dos saben de su fallo, pero que es el orgullo lo que les atranca. Vacíos de humildad, dando lecciones a todo el mundo y censurando la vida o forma de actuar de otros sin bajar la mirada hacia su ombligo. Que siempre sean los demás los que cedan. Coacciones emocionales y miradas airadas.
No hay necesidad de ser soberbio. Pero siempre hay razones para dar las gracias, disculparse y devolver un abrazo perdido.
La sensación es de regalazo.
Será cuestión de filosofía y paciencia, que dice el yayo Pau.