Iconografía

sábado, 30 de enero de 2010

Escena de guión: unos hoyos en el armario

Perchas, vacías.
De repente, se sienta en el borde de la cama y observa que no tiene suficientes perchas para colgar toda la ropa que ha ido comprando en las últimas semanas. Complacida por la nueva hilera de prendas que relumbran dentro del armario, no puede evitar cierto volteo en su corazón. Es un tris, pero no puede dejar de mirar el lado izquierdo del ropero. Se levanta, columpiada por la luz apagada que entra por la ventana. Abre el otro lado, todo repleto: corbatas de colores, camisetas en todas sus versiones, tejanos gastados en los bajos, camisas arrugadas, sudaderas con capucha. Su mirada verdinegra rebusca, casi sin pestañear, los pantalanones con goma en la cintura, las elegantes faldas a la rodilla, los pañuelos risueños, los abrigos chiquitos, los zapatos dominutos, las batas de estar por casa, los camisones sin mangas, los vestidos de boda. No hay nada de eso. Pero tampoco hay eco. Intenta serenarse mientras cierra la puerta, como cicatriz que se cura, aunque quede una señal. Avanza de nuevo hacia la ventana y sube la persiana hasta su límite. Apura los últimos minutos de claridad que le concede el día. Se oye la llave de alguien que entra en casa. Ella sonríe.

sábado, 23 de enero de 2010

Repita treinta y tres, dijo el doctor

Nunca pensé que llegar a esta edad me parecería tan poco. Es por comparar situaciones. Recuerdo el día en que mi madre cumplió los treinta tres. Era un día normal, de los de subir al colegio a las tres menos cuarto, con un "donete" en la mano (si tocaba, porque sólo había uno de premio a la semana) y equipada con mi súper chándal gris afelpado: día de saltar al potro y de engorrinarse por los suelos. Ese 4 de mayo alguien le dijo a mi madre, mientras comíamos sentados en una cocina que ya no es la de ahora, "ya tienes la edad de Cristo". Esa frase, ese momento de cotidianeidad absoluta, siempre ha tamborileado en mi cabeza. Entonces, a mis 9 años, ese número, el 33, era algo descomunal para mi diminuta vida. Tocarlo con los dedos, primero un tres y luego otro, se me antojaba algo casi inalcanzable. Era como si tuviera que vivir interminables aventuras hasta que mi pastel acojería todo ese número de velas. Qué grande me parecía mi pequeña madre ese día de mayo... Y aquí estoy hoy, 24 años después, envuelta por treinta y tres puntos de luz. Qué acrobáticos pasan los días.

viernes, 8 de enero de 2010

Pues tocará rejuntar, con verde, gris, amarillo...?

Breakfast at Tiffany's, 1961, de Blake Edwards.
—¿Conoce usted esos días en los que se ve todo de color rojo? —¿Color rojo?, querrá decir negro.
—No, se puede tener un dia negro porque una se engorda o porque ha llovido demasiado, estás triste y nada más. Pero los días rojos son terribles, de repente se tiene miedo y no se sabe por qué.