Iconografía

domingo, 7 de febrero de 2010

Desde la ventana (de los dos)

Marrones, invierno, sol. Un encuadre, dos vidas.
Acostumbra a iluminar los momentos más vulgares del día. Pero ni lo intuye. De talante apacible, remolón y con un apego infinito a dormitar en cualquier sitio que le permita una posición horizontal. Si fuera un animal, sería un perro. Ella, un gata vivaracha. Tiene unos párpados que ya quisieran para sí los mejores dibujantes de personajes "manga": suaves, vastos, cónvacos, como si escondieran abismales secretos. Él piensa que sus ojos no hablan, por lo común de su tonalidad. Es lógico: no está al otro lado para cotejar lo que suscitan. Pero resplandecen en un santiamén y, con ellos, todo él. Las motivaciones, inagotables: en un abrazo de cíclope, zampando chucherías y palomitas a la par en el cine, sabiéndose invulnerable en la cancha, tumbado en el sofá mutilado con ella en sus huecos, entre sofritos varios, viéndola desaparecer por el pasillo en pijama, disfrutarla recién levantada (y su olor, dice); cuando logra desenredar un aplicativo de los suyos, ganándole a la PS3, con las galopadas de todas las peludas que corretean por casa, imaginándose padrazo de un ser diminuto, ideando rutas que algún día ambos surcarán, otras casas, el mar de los dos y la nieve de él; ver alegres a sus padres, recordar con sonrisa gigante la guerra de almohadas con sus hermanos, cotillear de fútbol con el yayo de ella; sus amigos: los mismos de cuando todos eran unos retacos, descubrir personas ajenas que ahora forman parte de su vida como Mar, los colegas del básket, los compañeros que ha ido dejando en algunos trabajos y los que desconoce todavía, pero aparecerán.
Y todo lo demás.
Es lo prodigioso de su alma: lo sencillo que es hacerle feliz.
Y que él haga lo recíproco en un plis-plas.
Y que a veces se me olvide agradecérselo.